Las personas nunca dejamos de aprender, en todo
momento de la vida y en cualquier circunstancia o ámbito, no sólo el escolar; y
aprendemos sobre todo lo que nos pasa e interesa, y sobre la forma en que nos
pasa y la manera como esos hechos nos transforman. Uno de los ámbitos sobre los
que el ser humano es cotidianamente educable es el de la salud; el hogar, la
escuela, el trabajo y los medios de comunicación influyen, modelan y, en
algunos casos, educan sobre la manera de percibir nuestro cuerpo y su
bienestar, las formas de disfrutarlo, alimentarlo, protegerlo y “utilizarlo” para
relacionarnos con otras personas y el entorno.
Al respecto de esta permanente capacidad humana
para aprender en torno a la salud, vale la pena precisar dos ideas relevantes.
Primero, cuando se habla –o escribe- de educación se refiere a una formación
para vivir mejor. La educación es más que información o imitación; es un
proceso formativo, de desarrollo de capacidades, de potencialidades y, en un
sentido filosófico, la educación busca el logro de un cierto ideal humano,
perfilado por los principios éticos y culturales de cada sociedad. El
conocimiento que esta clase de educación genera es más que un cuerpo de saberes
teóricos, fundados en certezas y sostenidos por la fuerza del texto o el dogma.
La educación que busca la transformación positiva de las condiciones de vida de
las personas es aquella que favorece conocimientos que le permiten a las
personas vivir mejor; hablando de la salud, por ejemplo: conocimientos efectivos
para proteger su organismo y su equilibro emocional, para relacionarse
afectivamente con su familia, para ejercer su sexualidad satisfactoria y responsablemente,
para distinguir por qué es tan difícil mantenerse lejos de las conductas de
riesgo, para detectar cuándo se está siendo autodestructivo o dañando a quienes
le rodean, para identificar opciones de cuidado, para saber qué derechos tenemos
en torno a la protección y atención de nuestra salud y cuáles son los medios
para su exigencia. A eso se refiere la UNESCO cuando habla de una educación que
transforme la vida.
Una segunda idea relevante cuando pensamos en la educabilidad
del ser humano, es la certeza de que siempre estamos aprendiendo con los otros,
con una o un semejante; aprendemos en interacción, en comunicación; aprendemos en
el encuentro y frente a las diferencias; de la mano de otras intenciones y
otras subjetividades. Tradicionalmente solemos pensar que el otro que educa es la escuela; claro, es el ente socialmente
legitimado para “enseñar”, y por lo tanto son sus intenciones (formales y
ocultas) las que permean todos los fenómenos y contenidos que aprendemos en el
ámbito escolar. Afortunadamente, también aprendemos de muchos otros actores y
en muy diversas situaciones, y son todas esas intencionalidades las que van
mediando los procesos de aprendizaje de los sujetos.
Por lo que hace al tema de la salud, desde hace más
de cuatro décadas, a partir del llamado Informe Lalonde sobre “Nuevas
perspectivas de la salud de los canadienses” (1974), se reconoce el papel que
cuatro grupos de determinantes sociales tienen en la conducta de las personas
y, especialmente, en la generación de muchos riesgos para la salud; esos
determinantes son:
1) la biología y la genética,
2) el medio ambiente y los
entornos,
3) los estilos de vida y
4) el sistema de salud.
¿Qué relevancia puede tener esto? Básico: si se busca mejorar la salud de las poblaciones de una
manera efectiva y sostenida, se requiere superar el paradigma médico centrado
en la prevención y la atención de la enfermedad y trabajar en la formación de
recursos humanos y en la educación de la población bajo un paradigma integral de
promoción de la salud, que busque fortalecer en las personas sus capacidades
para reflexionar la forma en que vive, para conocer las mejores medidas para
una vida sana en todos los ámbitos, para que se corresponsabilice de su autocuidado
y tome decisiones que contribuyan a su bienestar y el de su entorno.
Este reconocimiento y décadas de estudio en torno a
muchos problemas de salud como la diabetes, el cáncer, la obesidad, las
infecciones de transmisión sexual, los accidentes vehiculares, el alcoholismo o
la adicción a sustancias psicoactivas, han mostrado la necesidad de desarrollar
más y mejores métodos para educar a la población en la protección y
conservación de su salud; no basta informar, no basta transmitir; no son
suficientes las recomendaciones individuales en consulta, ni estar presente en
una charla mensual comunitaria, ni leer un cartel y, tal vez, ni siquiera observar
un video. Si la educabilidad en salud responde a las dos ideas arriba señaladas,
es probable que se requiera trabajar por una educación para la salud que ayude
a las personas a elegir transformar positivamente su forma de vida y,
preferentemente, asumir que ese proceso reflexivo y de transformación será más potente
y sostenible en tanto se genere participativamente en grupo.
Si bien buena parte de las respuestas al por qué de
los problemas de salud de las poblaciones puede estar en las conductas
individuales y en los llamados estilos de vida, es muy importante sumar al
factor individual del riesgo, las condiciones, políticas y prácticas sociales que
lo rebasan y lo determinan; es cierto que podría aplicar aquello de que “somos lo
que hacemos…”, pero la complejidad de las desigualdades en el acceso a bienes y
servicios relacionados con la educación, la vivienda, el trabajo, el
esparcimiento y el cuidado de la salud son fundamentales para entender por qué
unas personas enferman y se atienden de una manera, o de otra. De manera que
bien nos vendría prepararnos para participar en el quehacer de una educación
para la salud positiva, con métodos reflexivos y colectivos, además de estar
acompañada de políticas sociales, económicas y de salud que favorezcan el
desarrollo humano integral.
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